miércoles, 28 de septiembre de 2016

EL DUELO DIFERIDO



Un soleado día de verano mientras daba un paseo a orillas del mar, me encontré con una amistad cercana de la familia con la que, charlando animadamente de diversos asuntos, llegamos a confidencias más personales, contándome que en el día de la muerte de su padre -al que quería intensamente- fue completamente incapaz de llorar. Ni una sola lágrima brotó de sus ojos. Sus mejillas permanecieron secas largo tiempo, como si aquel acontecimiento careciese de importancia. Anulada su tristeza, consiguió vivir con ello durante unos meses y seguir su vida como si tal cosa. 
Un día de otoño se levantó de la cama y de forma rutinaria se preparó un café, cogió el bote de comida para los peces y, frente a aquel precioso acuario, descubrió con mirada de estupor la desdicha hecha realidad. Aquel fantástico escalar que su padre le regaló otrora, yacía inerte en las apacibles aguas del rectilíneo y trasparente féretro acuífero. Ya nada podía hacerse. Y las lágrimas surgieron sin demora y a borbotones. Sin freno, siguió desconsolada por horas y días mientras pocos entendieron el motivo de su desamparo. Su profunda tristeza fue incomprensible incluso para ella en aquel momento y cuando fue consciente de todo el significado  que contenía aquel pequeño ser vivo, dejó de llorar y comenzó a aceptar su tristeza y pasar su duelo.
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