Como
cada mañana, Joaquín Quintanilla acudía a su puesto de trabajo. Llovía
bastante. Pareciera que el otoño quisiera dar así muestras de nostalgia a una
tarde que caminaba de la mano de las bajas temperaturas. Al menos entonces, las
vistas eran privilegiadas, pues no estaba ese camión de frutas ocultando el
maravilloso puesto de castañas al otro lado de la acera.
Llegó
la hora de cada día, y esa figura radiante apareció de nuevo bajo un paraguas
que pareciera hecho a su medida. Sus botas de tacón alto se entrecruzaban a
cada paso, con un caminar que recordaba al de las mejores pasarelas, esas que a
veces Joaquín veía por la pantalla gigante de la calle. Su melena enredada ocultaba
toda una vida, cabalgando al trote inglés entre una cintura que seguro fue
esculpida por los mismos dioses.
Una
falda larga, dibujándola el trasero, abrazaba una blusa blanca con el mismo
candor que lo hace un amante, y unas manos envueltas en guantes de lana
invitaban a sumergirse en un baño de caricias.
Ese
día no llevaba gafas, por lo que Joaquín asistió perplejo a ese fenómeno que
eran sus ojos, allá a lo lejos, en la otra acera.
Joaquín
recibía a sus clientes y les convencía para venderles su momento. No tenía ese
día más techo que un cielo tristón, pero nunca se sintió tan feliz por aquel
impulso.
Su
acordeón, ese que ahora había dejado de sonar, se quedó en un rincón llorando
agua de lluvia. Fue entonces que Joaquín abrió una pequeña bolsa de cuero para
sacar una pequeña cámara de fotos que un niño le había regalado.
Ella
había terminado de comprar sus castañas, por lo que Joaquín, cruzando descalzo
la calle, se acercó al abrigo de su paraguas y le dijo:
-Señorita,
por favor, ¿podría hacerme una foto?
-
Claro! - contestó ella
Al
recibir la cámara, y tras unos segundos, rompió a reír.
-
¡No puedo hacerte una foto con una cámara de juguete!
-
No hace falta, señorita -contestó Joaquín-. Mis retinas, en su lugar, ya le
hicieron una foto a usted.
-
Estás un poco loco, ¿no?
-
Así es... ¿Acaso no es el amor una locura? Venga. Cruce la calle conmigo, y
permítame dedicarle una vida con mi música. Tan sólo le pediré, esta vez, que
me pague con su sonrisa.
Esaú Alonso Elizo
* * *
¿Quién no se ha sentido mal tratado por la vida alguna vez? ¿Quién desde su más tierna infancia no pensó que las cosas de la vida le costaban más que al resto de los humanos? ¿Quién no se ha visto en alguna ocasión sumergido en su incapacidad para resolver un mar de dudas?